Bonnes feuilles

Ocho ensayos de arqueosemiótica.
Introducción e Índice.

Roberto Flores (coord.),
México, ENAH, 2021 (en prensa).


Con las contribuciones de Göran Sonesson, Socorro C. de la Vega Doria, Emmanuel Alejandro Gómez Ambriz, Martín Cuitzeo Domínguez Núñez, Roberto Flores, Eric Landowski, Alejandro Olmos Curiel, Manar Hammad.

Publié en ligne le 4 mars 2021
https://doi.org/10.23925/2763-700X.2021n1.54184
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Introducción, por Roberto Flores

Ante la imposibilidad de dirigirse en persona al pasado, sólo hay dos puertas que permiten acceder a su conocimiento: las fuentes escritas, testimonios lingüísticos que nuestros antepasados nos han legado, y lo que los arqueólogos han dado en llamar la cultura material, restos que han sobrevivido al asedio del tiempo y a los embates de los humanos. Ambas vías de acceso constituyen formas diferenciales de acceso a la información que exigen la instrumentación de estrategias específicas de lectura e interpretación. En ningún caso constituyen evidencias irrefutables que ofrecen inmediatamente un acceso al conocimiento, sino que deben ser interrogadas, cuestionadas en su consistencia y su valor informativo. En ese sentido, ambas, y no sólo la primera de ellas, deben ser consideradas como textos plasmados en una lengua que es preciso conocer para saber descifrar.

Cuando se trata de textos escritos en versiones antiguas de una lengua aún existente, el lector podrá conformarse —aunque lo hace a su cuenta y riesgo— con utilizar su propia competencia lingüística para realizar la lectura. Pero tratándose de lenguas desaparecidas, de escritura ignota, es preciso desarrollar técnicas de desciframiento y hacer gala de ingenio para llegar a un saber certero. Por lo tanto, la comprensión de textos en lengua natural está sujeta al conocimiento que se tenga del “código” lingüístico.

Pero, cuando se trata de la cultura material, ese “código” —si es posible llamar así al sistema de la lengua— o no existe bajo la misma forma que la gramática y el vocabulario de una lengua o se encuentra presente de manera fragmentaria, sin que sea posible apelar a la competencia preexistente del políglota para lograr su lectura. La primera dificultad atañe el hecho de que esos restos son vagos, ambiguos y ofrecen analogías fáciles, aunque engañosas, con elementos que conforman nuestro propio entorno. Una simple silla es entonces susceptible de ser interpretada a la luz de nuestra familiaridad con objetos análogos en nuestra sociedad —una sociedad en la que proliferan las sillas, pues ha favorecido el trabajo estacionario que se realiza, la más de las veces, en posición sedente. ¿Pero qué ocurre en el caso de sociedades en donde ese tipo de ocupación es menos prevaleciente o en donde el uso de ese mueble es reservado a ciertos estamentos de la sociedad o a ciertas circunstancias precisas? En tal caso, el investigador estaría mal encaminado si quisiera comprender el papel que juega ese artefacto en una cultura a la luz de otra que le es ajena.

Se objetará quizá que el ejemplo está mal escogido, pues tratándose de los asientos, su morfología, su factura y su existencia depende de un hecho considerado universal: la adopción de la postura sedente para descansar el cuerpo a cierta altura del suelo sin perder la posición vertical. La objeción parece tanto o más aceptable por cuanto apela a una fórmula aparentemente natural. En tal caso las consideraciones culturales son desechadas en provecho de un principio general que excluye todo relativismo. Pero una exclusión que se apoya en una petición de principio no podría constituir un argumento a contrario serio: los hechos naturales tienen la capacidad de subsistir sin detrimento de una naturaleza cultural que los impregna y los modifica hasta la médula. El acto de sentarse presenta una variabilidad extrema y se realiza en una gran diversidad de circunstancias como para que sea posible considerarlo un mismo acto, a fortiori natural.

La segunda dificultad consiste en reconocer que la cultura material subsiste bajo la forma de una colección heteróclita de fragmentos cuyo principio de unidad y coherencia debe ser reconstruido. Todo ocurre como si el lector se encontrara frente a un conjunto disperso de textos, ninguno de los cuales se presenta en entero, y con los que es preciso lidiar para llegar a obtener una visión de conjunto. Como piezas sueltas de un rompecabezas, los restos materiales deben ser, no sólo leídos e interpretados, sino que previamente a esa lectura deben ser armados, con todas las dificultades e incertidumbres que esa empresa conlleva.

En esas circunstancias, la tarea de un arqueólogo consiste en obtener los elementos pertinentes de un contexto de excavación (contexto arqueológico) para constituir con ellos un texto susceptible de integrar un contexto sistémico1. La tarea no es sencilla pues no se trata de situar determinados elementos en un panorama preexistente, sino de construir el panorama mismo a partir de elementos con los que se cuenta. La construcción del contexto, y no la contextualización, constituye así una tarea central, que condiciona la lectura y comprensión del material obtenido.

1 M.B. Schiffer, “Archaeological Context and Systemic Context”, American Antiquity, 37, 2, 1972.

Frente a esta dificultad, el arqueólogo se encuentra en una posición similar a la del semiotista, quien debe construir su objeto de análisis como una condición previa al examen de los procesos de significación. Más que reconocer un signo, ambos deben construir el signo: el resto material, como cualquier otra magnitud significante, debe hacernos señal antes de poder ser signo. Ese resto debe señalarse a través de su contextura significante, su contextura plástica derivada de una materialidad elocuente. La tarea del arqueólogo, como la del semiotista consiste entonces en cuestionar la consistencia del significante para poder llegar al significado.

Lo que ocurre con el signo y el texto, también ocurre con el contexto. Éste no es un dato o un conjunto de datos inmediata y directamente disponibles al investigador, para que sitúe los elementos que desea comprender. El contexto debe ser construido. Quizá se entienda mejor este procedimiento si en lugar de emplear la palabra contexto se le llama “escenario”. Para que las piedras hablen, es preciso que lo hagan en un escenario, en un entorno en el cual se tornen elocuentes y ofrezcan la información que poseen. Un artefacto aislado es un artefacto mudo, que calla su origen, su identidad, su función, su simbolismo, su emblematicidad. Ese artefacto debe ser situado en situaciones específicas que le den vida, en el cual pueda funcionar, cualquiera que sea su utilidad. Ese entorno es variado: puede ser uno estereotipado, prescrito o uno novedoso, creativo o de circunstancia. En todo caso, los escenarios requieren ser explicitados y multiplicados para que el carácter multiforme y polivalente de los artefactos se manifieste. Lo mismo que ocurre con los artefactos es susceptible de ocurrir con otros elementos de la cultura material.

Y ya que estamos planteando el paralelo entre especialistas de la cultura material y especialistas de los lenguajes, cabe plantear lo que constituye el tema central del presente volumen. La cultura material es susceptible de ser considerada como un lenguaje conformado por un conjunto de textos que los semiotistas abordan en provecho de los arqueólogos bajo el rubro de una arqueosemiótica.

La constitución de esta subdisciplina se sitúa en las fronteras de las dos disciplinas ya constituidas: el estudio del pasado a través de los restos materiales y el estudio del lenguaje a través de sus textos. Se trata de una disciplina híbrida, cuyo injerto debe hacerse “pegar” para que dé frutos. En ese sentido debe ser objeto de cuidados especiales que garanticen el éxito del trasplante. No se trata de adosar una disciplina a otra y esperar que automáticamente, y sin intervención de por medio, se pongan a dialogar; la arqueosemiótica no debe contentarse con ser una disciplina auxiliar que esté permanentemente a disposición de otros usuarios y que ofrezca respuestas inmediatas a preguntas que o no le interesan o interesan más a quien la plantea que a quien la responde. Ciertamente es posible limitarse a un aprovechamiento parásito de las tesis de la semiótica, pero eso significa restringir y acotar el alcance de sus propios intereses. Bajo tales circunstancias no podría ni siquiera hablarse de una arqueosemiótica, sino de una simple semiótica aplicada (a reserva de que esa aplicación pueda a su vez considerarse simple y no una tarea compleja).

La semiótica tiene que desplegar sus propias tesis y sus propios objetivos para que sea de plena utilidad a la arqueología, para llegar a constituir un matrimonio bien avenido. Esta latitud que debe respetarse en el estudio de los lenguajes debe hacerse sin detrimento del respecto debido a su contraparte: si la arqueología debe permitir la realización plena de la semiótica, a su vez, ésta debe la mayor consideración a los intereses arqueológicos, a su saber en el manejo, análisis y contextualización de las evidencias materiales. Sólo entonces será posible hablar de una arqueosemiótica de pleno derecho.

En la actualidad son pocos, aunque su número va en incremento, las publicaciones que reivindican su pertinencia arqueosemiótica. Las razones de esa escasez no son claras: quizá se deba al predominio de otros enfoques teóricos, a la dificultad que existe en definir con claridad en qué consiste un análisis semiótico, a lo abstruso que resulta para el lego la conceptualización en los estudios del lenguaje, a su lejanía con respecto a otros enfoques analíticos, a la diversidad de intereses o a la dificultad en asumir los resultados de los análisis desde otros campos. O quizá se deba a que el surgimiento de nuevos campos de investigación es lento, pues supone el establecimiento de nuevos paradigmas que no todos comparten.

Para algunos autores la comprensión del significado del resto material es central en el quehacer arqueológico : Preucel reivindica a la arqueología como una empresa semiótica2 ; desde posturas post procesuales Hodder aboga por otorgar un papel central a la actividad interpretativa3 ; Tilley ha buscado integrar a sus investigaciones la experiencia perceptual4 ; estos y otros autores han subrayado la importancia del dato cualitativo frente a la estadística. La empresa arqueosemiótica se sitúa en medio de controversias que, las más de las veces, se presentan como disyuntivas maniqueas: objetivismo del método frente a la subjetividad del pensamiento; privilegio del dato cuantitativo frente al cualitativo ;
el papel de central del dato frente a la influencia de la teoría ; el materialismo como garantía de objetividad versus la idealidad del simbolismo ; validez de la estructura frente a las explicaciones causales, etc.

2 R.W. Preucel, Archaeological Semiotics, Oxford, Blackwell, 2006.

3 I. Hodder, Interpretación en Arqueología. Corrientes actuales, Madrid, Crítica, 1988.

4 C. Tilley, The Materiality of Stone: Explorations in Landscape Phenomenology, Oxford, Berg, 2004.

No es este el lugar para emprender un balance crítico de las distintas posiciones epistemológicas, basta con señalar algunas de las tesis que le dan su carácter singular a la arqueosemiótica (aunque en el seno de ella tampoco halla un absoluto consenso).

En primer lugar, el carácter central del concepto de signo, o más precisamente de la función semiótica. Ya sea en su versión triádica (representamen, objeto e interpretante) o diádica (significante, significado), más que ser una entidad, el signo es la concreción, la fijación de un proceso alrededor de un conjunto unitario de rasgos fenoménicos: una presencia sensible se asocia a un contenido inteligible, aunque también pasional. El dato es signo no tanto por lo que es, sino por lo que aparenta: más bien dicho, el dato es lo que aparenta. Toda la dificultad consiste en saber reconocer esa apariencia en el momento en que se torna presente: es decir, la presencia es circunstanciada. Esta característica hace del signo una magnitud en acto, vigente en un momento dado, en un aquí y ahora. El signo es signo porque hace signo (señala, indica), para emplear la traducción literal de la expresión en francés. De ello resulta que un signo no posee significado, sino que significa, o produce una significación. Esa significación no es inamovible sino sujeta a las condiciones de vigencia del signo: un objeto será significativo de una manera en su contexto de origen —situado en otra época y lugar— y de otra en su contexto de análisis. La concepción dinámica de la significación supone que su captación se arraiga en las culturas que lo manipulan, sea una cultura aborigen o una cultura adventicia. De modo que, en lugar de entender la semiótica como el estudio de los signos, debe asumirse como el estudio de los sistemas de significación, si se quiere subrayar el carácter estructural del hecho semiótico, o como el estudio de los procesos de significación, si se busca presentar su carácter dinámico.

Segundo, el carácter relacional del signo que hace descansar su valor y significación en el conjunto de vínculos que mantiene con otros signos. Esta característico ha permitido que la “Escuela de París” defina su objeto de estudio como un sistema de significación, más que como una entidad aislada. Las magnitudes semióticas adquieren su sentido, establecen su semiosis, en virtud de su entorno: ese entorno es de dos tipos, por un lado, el entorno inmediato que permite que las magnitudes se asocien unas con otras para constituir textos. El análisis se torna entonces en una descripción textos constituidos por la relación entre signos. De hecho, la estructura relacional se ve así convertida en el centro de la atención semiótica: los sistemas de significación son entonces sistemas de relaciones. Aunque no todos asignan un papel central a este principio, debe asumirse que los sistemas de relaciones constituyen objetos legítimos de indagación semiótica, como sucede con los diagramas, esos hipoiconos que Peirce reconoce. El segundo entorno está constituido por las circunstancias en que se produce la semiosis, lo que algunos llaman contexto, pero no el contexto de los arqueólogos que en realidad es otro nombre del texto mismo, sino un entorno en que los signos y los textos llegan a ejercer su función semiótica. Ese entorno no es una explicación que se adosa a la existencia del signo, sino la condición de existencia del signo mismo, no bajo el modo causal, sino bajo las modalidades de la actualización del sentido.

Tercero, la dependencia de los significados con respecto a la acción y la corporalidad humanas. En el estudio de los lenguajes, la significación ha dejado de ser considerada una mera conceptualización abstracta, campo exclusivo de la inteligencia y la razón, para descansar en una concepción más anclada en la experiencia de un ser humano, inscrito de cuerpo y alma en el mundo, dotado de una capacidad de interrelación con su entorno. El signo y el texto se ven así provistos de una carnalidad, de una sustancialidad que, por ser material, permite el acceso a otras disciplinas de carácter explicativo, pero que, por su dependencia con respecto a las formas significantes, adquiere una expresividad que está al servicio de la significación.

Con estas breves precisiones se podrá entender que las dicotomías objeto de litigio en el quehacer arqueológico dejan de tener sentido, pues un acercamiento no opera en detrimento del otro, sino a favor de una ampliación del horizonte. Dar a César lo que es de César, lo que no impide abonar a la empresa del Señor.

El presente volumen colectivo presenta ocho ensayos en torno a los acercamientos semióticos en arqueología. Cinco de ellos son obra de arqueólogos interesados en el estudio de la significación de los restos de la cultura material y cuatro lo son de semiotistas con trabajos publicados en otros ámbitos distintos al arqueológico. La disparidad de la suma se refleja en el hecho de que uno de ellos (Hammad) conjuga su trabajo arqueológico con investigación semiótica de larga data.

Las contribuciones han sido divididas en cuatro apartados que no buscan cubrir ni siquiera mínimamente el campo de estudios, sino que agrupan los textos en torno a tres temáticas distintas: los dos primeros textos son aportes teóricos generales al hecho arqueológico; los siguientes dos presentan modelos de análisis de imágenes; luego, otros dos abordan la temática de los objetos y, los últimos, sendas prácticas culturales desde las evidencias arqueológicas.

Reputado especialista en una rama boyante de los estudios semióticos, como es la semiótica cognoscitiva, Sonesson aboga por una semiótica en arqueología que aproveche los avances de múltiples disciplinas y los instrumente al confrontarlos con el dato empírico surgido del trabajo de recuperación de los textos del pasado. Desde esa perspectiva aborda la cuestión de la imagen en arqueología, una imagen que no se limita a aquella que se proyecta sobre un plano bidimensional, sino que incluye aquella que es producto de un acto de percepción, lo que le permite distinguir entre una imagen objeto, una imagen como cosa y el sujeto o tema de la imagen. Recurre a las categorías del signo en Peirce para plantear el tema de la iconicidad, crucial en los estudios arqueológicos, pues, en ese campo, el reconocimiento y la categorización de los objetos y de las imágenes es altamente problemático y pone en tensión los modelos de análisis. Finalmente propone un modelo comunicativo no basado en la simple transmisión de mensajes, para abordar el problema de lo que llama “la inconmensurabilidad” del signo que se produce cuando los mensajes emitidos no coinciden con los recibidos, debido a las distancias temporales, espaciales y culturales. Como se verá más adelante, el concepto de comunicación es crucial para la comprensión de las estrategias semióticas de análisis, pero un concepto redefinido y contrapuesto a las visiones tradicionales surgidas de la teoría de la información.

Por su parte, de la Vega pugna por una semiótica realizada desde una perspectiva hermenéutica. La propuesta de la autora parte de una reflexión del objeto concreto de análisis arqueológico, que no está limitado al artefacto o fragmento obtenido durante la excavación, sino que lo constituye el contexto: un contexto que se desglosa, siguiendo a Schiffer, en contexto arqueológico y sistémico, pero que también es preciso completar al operar sobre el primero de ellos, lo que desde mi parecer, constituye un verdadera reducción semiótica que presenta diferencialmente al contexto al hacer variar o tiempo o espacio, mientras que la dimensión complementaria permanece constante. Resulta estimulante esta propuesta en la medida en que parece hacer eco a la propuesta hecha antaño por Greimas para la semántica léxico en donde contexto (lingüístico) y lexema se alternan como variables y constantes en el momento en que se constituye un corpus (momento en que se reduce la infinita variación de lo real). Por último, con el calificativo de “reflexiva”, la autora plantea el problema ya abordado por Sonesson en términos comunicativos, de los límites en la interacción entre un sujeto del análisis con el objeto de estudio.

La segunda parte, se abre con un trabajo teórico sobre una temática específica, como es la función de artefactos utilitarios. Son de sobra conocidas las dificultades e inconsistencias que plantea esa noción al ser utilizada en distintas disciplinas y con respecto a distintos temas de estudio. Más que intentar una definición unitaria, ni siquiera restringida al ámbito semiótico, Flores se apoya en un modelo comunicativo de confrontación de mensajes para plantear la función como un caso en donde se confrontan simulacros de utilización de los artefactos. Este modelo busca articular presuposicionalmente la presencia de restos materiales en contextos arqueológicos con su utilización efectiva en escenarios de tanto de producción como de uso.

Sin hacer referencia directa a la arqueología, pero abordando ciertamente la cuestión de la diversidad cultural, Landowski ofrece una nutrida reflexión acerca del uso de los objetos. Con pasos mesurados va planteando el surgimiento de la relación entre sujetos y objetos, que parte desde la constitución misma de ambos y que se refleja en su adecuación en el momento de la utilización, adecuación que es posible preguntarse si surge del propio objeto o si es impuesta por el sujeto. Aunque su campo de reflexión interroga a la modernidad, la cuestión es de relevancia para la arqueosemiótica, no sólo porque la arqueología industrial y de la contemporaneidad ha adquirido ya sus cartas de nobleza, sino por la existencia, por una parte, de múltiples casos de objetos enigmáticos, cuyo uso no ha llegado a nuestros días, pero también, por el otro, debido a que es posible que, hasta los objetos más familiares para el arqueólogo, ofrezcan sorpresas en cuanto a su función y empleo. De especial importancia es la propuesta de elaboración de una gramática de las operaciones con los objetos centrada en estrategias interactivas de ajuste.

 

La tercera parte se inicia con un trabajo sobre la cerámica arqueológica, de la que hay múltiples ejemplos de recipiente ricamente decorados que constituyen un problema al momento de caracterizarlos como objetos semióticos: ¿se trata de artefactos o de imágenes? Como lo ha planteado Fontanille con respecto a las bullas mesopotámicas en donde una esfera de barro actúa como soporte de un texto5. La dificultad reside en que objeto y decoración se condicionan mutuamente: la superficie tridimensional determina el sentido de la lectura de las imágenes y las imágenes pueden llegar a modificar la percepción del objeto. Gómez Ambriz aborda estas dificultades desde la operación de segmentación, primer paso de la lectura de imágenes, para hacer de la proyección semiótica (análoga a la geométrica y la cartográfica) un recurso heurístico de la descripción. Con ello demuestra la plasticidad semiótica de las formas que se contrapone a la rigidez propia de los materiales.

5 J. Fontanille, Prácticas Semióticas, Lima, Universidad de Lima, 2016, capítulo 2, apartado 3.

En el llamado arte rupestre, es frecuente encontrar estudiosos ávidos por conocer métodos semióticos de lectura e interpretación. Sin embargo, ese entusiasmo se ve atemperado por la frecuente escasez, e incluso inexistencia, de datos contextuales que soporten las descripciones. En esos casos, el semiotista se ve llevado a aprovechar al extremo los instrumentos del análisis plástico de las imágenes, para obtener un máximo de correlaciones y regularidades para una eventual interpretación. Domínguez aborda el caso de las petropinturas plasmadas en formaciones rocosas a diferencia del estudio de Gómez Ambriz, en este caso el soporte se presenta como una formación de un paisaje intrínsecamente abierto, por lo que la estrategia de análisis centrada en la segmentación no parece favorecer la lectura. En su lugar, se plantea una tarea de reconocimiento y clasificación plástica de formas, cuyos agrupamientos son abordados, subsecuentemente, como productos de un acto enunciativo. Los resultados, necesariamente limitados, dada la dificultad del tema, muestran los criterios plásticos que guiaron la composición de los conjuntos gráficos.

La cuarta parte del volumen está constituida por el análisis semiótico de prácticas culturales a partir de evidencias arqueológicas. El primer análisis es el de un juego mesoamericano, el k’uilichi ch’anakua. La dificultad que se aborda reside en el hecho de que, si bien se conocen los elementos materiales que se empleaban en ese juego, además de juegos similares en Mesoamérica, que en Occidente serían considerado como un juego de mesa, las reglas y condiciones del juego, tal como era practicado antaño, son desconocidas: por lo que el estudio debe hacerse a partir de descripciones parciales, de los materiales empleados y de las reglas que, en algunos casos, como el k’uilichi, son seguidas en la actualidad por parte de comunidades indígenas. El análisis espacial del dispositivo y los recorridos que ofrece permiten al autor efectuar correlaciones con creencias cosmológicas y rituales que ilustran la vigencia de una práctica cultural a lo largo del tiempo.

Hammad aborda otro enigma arqueológico desde la semiótica, pero situado en un espacio lejano al de la América prehispánica. Se trata del descubrimiento recurrente de tesoros vikingos en la península escandinava, conformados de monedas de plata acuñadas desde lugares tan lejanos como África del Norte y Mesopotamia, durante la Alta Edad Media. Son múltiples las preguntas que se suscitan ante estos hallazgos: éstas se refieren tanto al motivo de su enterramiento, a la razón de que fuera la plata el metal privilegiado, el trayecto seguido por esas monedas, los sujetos que las enterraron, etc. El autor utiliza la semiótica como un patrón descriptivo que guía las interrogantes y permite responderlas al caracterizar el enterramiento de tesoros como una transformación narrativa que pone en juego el valor de los objetos. La amplitud del ensayo responde a la amplitud de los espacios involucrados en la acuñación, transporte, atesoramiento y entierro de las monedas. El análisis de las relaciones de conexidad, yuxtaposición e inclusión entre esos espacios permite el despliegue de la circulación del objeto de valor y, más aun, su constitución como objeto valorizado en esos distintos ámbitos. De este modo la semiótica construye su propio objeto de valor, cuyas fronteras no se limitan a las de una hoja de papel o un lienzo, sino que se muestran como coextensivas a las de una cultura a lo largo de varios siglos y, al hacerlo, demuestra su propio valor como disciplina.

A la luz de la reseña anterior, debe quedar claro que el propósito de este volumen no es ofrecer un panorama exhaustivo de una disciplina ya constituida, sino de mostrar vías de ingreso a un horizonte, aún ignoto, de preguntas acerca del significado de la cultura material. Un significado múltiple, diverso que no se reduce a los sentidos simbólicos, sino que, como ya se dijo, alcanza la función de los objetos, su categorización y reconocimiento, su identidad étnica, su valor emblemático como signo de estatus social, etc. Todos esos sentidos deben ser identificados, descritos y detallados no sólo en sí mismos, sino también en sus interrelaciones. La consistencia de las magnitudes semióticas, desde las más grandiosas y monumentales, hasta las más humildes y cotidianas, debe ser abordada, al lado de las relaciones que mantienen esas magnitudes entre ellas (piénsese en ese ballet de utilería que es una cocina), o con los sujetos que las producen y manipulan e, incluso, las relaciones intersubjetivas que se establecen con la mediación de los objetos.

 

El horizonte de conocimiento es amplio y la tarea es compleja: enfrentarla supone el ejercicio de una actividad analítica rigurosa. No basta con proceder mediante yuxtaposición y amalgama, sino que es preciso librarse a una alquimia sutil que combine los elementos para producir resultados válidos. No basta, por ejemplo, con adosar a una teoría de la historia o a una sociología una simbología, sino que debe dejarse la posibilidad de que todos estos acercamientos se modifiquen y enriquezcan a la luz de lo que los demás le proponen. Sólo así se podrá avanzar en el conocimiento de la complejidad humana desde la variedad disciplinaria por la que Sonesson pugna, cuyas especificidades se entretejen y suturan6 en el marco de una composición plural.

6 H. Parret, Sutures sémiotiques, Limoges, Lambert Lucas, 2006, p. 10.

Bibliografía

Fontanille, Jacques, Prácticas Semióticas, Lima, Universidad de Lima, 2016.

Hodder, Ian, Interpretación en Arqueología. Corrientes actuales, Madrid, Crítica, 1988.

Parret, Herman, Sutures sémiotiques, Limoges, Lambert Lucas, 2006.

Preucel, Robert W, Archaeological Semiotics, Oxford, Blackwell, 2006.

Schiffer, Michael Brian, “Archaeological Context and Systemic Context”, American Antiquity, 37, 2, 1972.

Tilley, Christopher, The Materiality of Stone: Explorations in Landscape Phenomenology, Oxford, Berg, 2004.

 

1 M.B. Schiffer, “Archaeological Context and Systemic Context”, American Antiquity, 37, 2, 1972.

2 R.W. Preucel, Archaeological Semiotics, Oxford, Blackwell, 2006.

3 I. Hodder, Interpretación en Arqueología. Corrientes actuales, Madrid, Crítica, 1988.

4 C. Tilley, The Materiality of Stone: Explorations in Landscape Phenomenology, Oxford, Berg, 2004.

5 J. Fontanille, Prácticas Semióticas, Lima, Universidad de Lima, 2016, capítulo 2, apartado 3.

6 H. Parret, Sutures sémiotiques, Limoges, Lambert Lucas, 2006, p. 10.

 

Índice del volumen

Introducción, por Roberto Flores


Parte 1 — REFLEXIONES EPISTEMOLÓGICAS

1. Göran Sonesson El retorno del homo pictor. A propósito de la semiótica cognoscitiva de objetos distantes en el tiempo y/o el espacio

2. Socorro C. de la Vega Doria Semiótica reflexiva para la investigación arqueológica


Parte 2 — ESTUDIOS DE IMÁGENES

3. Emmanuel Alejandro Gómez Ambriz Entre los objetos y las imágenes. Estudio arqueosemiótico de una vasija chalchihuiteña de Durango

4. Martín Cuitzeo Domínguez Núñez Manifestaciones Gráfico Rupestres del Cañón del Chicamocha en Colombia. Algunas reflexiones metodológicas desde la semiótica visual y la iconografía.


Parte 3 — EL USO DE ARTEFACTOS

5. Roberto Flores La función de los objetos

6. Eric Landowski El asir y lo asible


Parte 4 — PRÁCTICAS CULTURALES DESDE LA ARQUEOSEMIÓTICA

7. Alejandro Olmos Curiel Lectura semiótica al k’uilichi ch’anakua

8. Manar Hammad 500 000 Dírhams en Escandinavia, de la moneda móvil
a la renta de la tierra

 

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